Introducción
Según las evidencias del arte simbólico prehistórico y las mitologías arcaicas europeas, una misma cosmovisión en torno a la sacralidad de la Naturaleza y sus ciclos fue compartida y transmitida generación tras generación durante un inmenso periodo cultural de más de 35.000 años, desde los cazadores-recolectores paleolíticos hasta los agricultores preindoeuropeos del Neolítico. Estamos hablando pues de un periodo histórico cuya extraordinaria amplitud temporal se nos hace dificil de concebir hoy en día.
La forma de entender el mundo de aquella Europa primigenia estaba en la antitesis de los valores culturales que hoy imperan en la denominada Civilización occidental y su conocimiento nos permite cuestionar abiertamente las hipotesis oficiales sobre cual fue la originaria naturaleza humana. Los pueblos preindoeuropeos, prácticamente invisibles en el relato oficial de la prehistoria, son un referente cultural fundamental para que los europeos nos reencontremos con las verdaderas raíces del árbol de nuestros antepasados y representan una ventana cultural imprescindible por la que las nuevas generaciones deben asomarse para poder reinterpretar nuestro presente y caminar hacia el futuro.
Así, nuestros libros de historia y manuales escolares deberían reflejar que mucho antes de que surgieran las civilizaciones griega o romana, ya existían en Europa culturas con un alto nivel de desarrollo pero que no necesitaban ni de ejércitos, ni de esclavos para sobrevivir. Aquellos primeros asentamientos agrícolas preindoeuropeos, algunos de hasta 20.000 habitantes, estaban ubicados en el centro de grandes valles abiertos, en lugares estratégicamente vulnerables, pero sin embargo carecían de muros defensivos y en los estratos arqueológicos no aparecen rastros de guerras durante periodos de más de dos mil años ininterrumpidos. En su arte colorido y naturalista tampoco aparece ni un solo motivo militar y aunque conocían la metalurgia no la aplicaban para fabricar armas. Su organización social era matrifocal, sin ser esto indicativo de ningún tipo de dominio del género femenino sobre el masculino. Los restos arqueológicos muestran una sociedad que sin querer caer en la utopía, al menos podemos afirmar que, en una gran medida, tendía hacia la equidad social.
El ocaso de este viejo mundo comenzó en Europa cuando aparecieron en escena los primeros pueblos militarizados indoeuropeos, quienes a lo largo de una transición de varios milenios consiguieron imponer una nueva forma de concebir el mundo que se prolonga hasta nuestros días a través de lo que hoy denominamos como “civilización occidental”. Estas culturas, origen de la mayor parte de lenguas que se hablan hoy en el continente europeo, eran sociedades fuertemente jerarquizadas que se expandieron a sangre y fuego por Europa y Oriente Próximo. Su organización social era patriarcal, gobernada por jefes guerreros que adoraban a Dioses celestes masculinos que blandían el hacha o la espada como símbolos divinos con los que imponer por la fuerza sus designios.
A la expansión indoeuropea se le unió la de los pueblos semíticos en Oriente Próximo que crearon nuevas mitologías y religiones que otorgaban al ser humano el papel de dueño y señor de la naturaleza. Así por ejemplo, en el primer capítulo del Génesis, Dios se dirige a Moisés y le dice: Sed fecundos y multiplicaos, y henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves del cielo y en todo animal que repta sobre la tierra. Esta cosmovisión antropocéntrica y depredadora cristalizó en nuestro continente a través de la imposición del cristianismo romano y daría el salto hacia otras partes del planeta a través de los procesos coloniales que mostraron una crueldad inmisericorde sobre las poblaciones indígenas que aún conservaban la cosmovisión originaria humana. Finalmente y durante el último siglo, el modelo desarrollista de la llamada cultura occidental ha actuado como una gigantesca apisonadora sobre la naturaleza y las culturas humanas, dejando a nuestro planeta al borde del colapso. El asunto es serio: nos enfrentamos a nuestra propia supervivencia.
A pesar de todo esto, todavía quedan en la actualidad culturas indígenas que mantienen la memoria de sus orígenes, que han logrado preservar su lengua y costumbres ancestrales, y que siguen realizando sus ritos y ceremonias sagradas para comunicarse con las fuerzas de la Tierra y el Cielo. Ellos representan el último y frágil hilo que nos mantiene unidos a la originaria naturaleza humana, por lo que su voz debería ser un referente obligado en estos tiempos de búsqueda de un nuevo caminar para los pueblos de la Tierra. En este sentido, además de su oposición frontal a la maquinaria de progreso occidental, dichas culturas indígenas comparten la idea, expresada en sus visiones pero también en distintos foros internacionales, de que es necesario un cambio de paradigma cultural que implique una vuelta a los valores sagrados de las cosmovisiones primitivas.
Obviamente, este mensaje va dirigido especialmente hacia nosotros, los occidentales, quienes, según
esta visión, debemos recuperar nuestras raíces culturales primigenias (indígenas) y, cuyo primer paso, bien podría pasar por recordar aquel inmenso periodo histórico de más de 30.000 años (del
Paleolitico Superior al Neolítico) en el que la cosmovisión de los pueblos europeos aún estaba hermanada con el resto de culturas indígenas del planeta.